VENERABLE DIEGO HERNÁNDEZ GONZÁLEZ Sacerdote diocesano
VENERABLEDIEGO HERNÁNDEZ GONZÁLEZSacerdote diocesano

5. ENCARNACIÓN SACERDOTAL

 

               Conocida la doctrina o las líneas maestras de toda encarnación cristiana, no resulta difícil a los cristianos sencillos y humildes, libres de prejuicios y presiones, aplicarlas a los modos humanos y concretos como los discípulos de Cristo tienen que prolongar en el tiempo y en el espacio la Encarnación del Hijo de Dios. Quien reflexione sobre la Constitución de la Iglesia en el mundo del Vaticano II, y escuche con asiduidad y amor al Papa y a los Obispos conocerá en cada momento qué ha de hacer para vivir en su ambiente como apóstol de Cristo en bien de los hombres.

 

               Las tres grandes vocaciones, o modos de realizar la vocación universal cristiana, mediante las cuales la Iglesia es levadura en el mundo, son la sacerdotal, la religiosa y la seglar. De estas tres ramas principales, injertadas en el tronco de la vocación cristiana, y teniendo a ésta como norma y meta de sus actuaciones nace el ramaje del pluralismo vocacional, acomodado a las múltiples y distintas exigencias de la vida humana, a las cuales tiene que hacerse presente la Iglesia.

 

               Hoy nos limitaremos a aplicar la doctrina del artículo anterior a los sacerdotes. Pero perdonen que les dé paso al Concilio y al Papa.

 

LOS SACERDOTES DEBEN TENER MISIÓN

DE LA IGLESIA

 

               La encarnación es una consecuencia necesaria de la misión. Ser mandado y no ir a los hombres concretos es un absurdo. Se da, pero es un absurdo. Pablo es el misionero, “siervo de Jesús, llamado al apostolado, escogido para predicar el evangelio de Dios, acerca de su Hijo Jesucristo.” (Rm.1,1). “Pablo, apóstol no de parte de los hombres ni por obra de algún hombre, sino por Jesucristo y por Dios Padre.” (Gal. 1,1). “Me hice débil con los débiles para ganar a los débiles. Me hice todo para todos a fin de salvarlos a todos.” (1 Cor. 9,22). La primera condición es la misión. No basta al sacerdote la misión universal de la Iglesia, como a los simples cristianos, aunque éstos han de estar atentos también a los deseos de la Iglesia; el sacerdocio ha vinculado al sacerdote a un presbiterio, cuya cabeza es el Obispo, y por tanto “el ministerio sacerdotal, por el hecho de ser de la Iglesia misma, sólo puede cumplirse en comunión jerárquica con todo el Cuerpo. Así, la caridad pastoral apremia a los presbíteros a que, obrando en ésta comunión, consagren por la obediencia su propia voluntad al servicio de Dios y de sus hermanos, aceptando y ejecutando con espíritu de fe lo que se manda o recomienda por parte del Sumo Pontífice y del propio Obispo, lo mismo que por otros superiores.” (Presbiterorum Ordinis15). El sacerdote no puede hacer “nada sin el Obispo”. “Y falto de esta inserción profunda en lo que es la obra común de la Iglesia en tal región o en tal ambiente, el ministerio particular de un sacerdote corre el peligro de perder su fecundidad sobrenatural, como un río, separado de su fuente, no tarda en secarse.” (Pío XII al Card. Feltin, 25-3-56).

 

EL SACERDOTE ES IGUAL QUE LOS HOMBRES,

PERO DISTINTO

 

               En el decreto sobre el ministerio de los presbíteros dice el Concilio: “Los presbíteros del Nuevo Testamento por su vocación y ordenación, son en realidad segregados en cierto modo en el seno del pueblo de Dios, pero no para estar separados, sino para consagrarse totalmente a la obra para que el Señor los llama. No  podrían ser ministros de Cristo si no fuesen testigos y dispensadores de una vida distinta de la terrena, ni podrían tampoco servir a los hombres si permaneciesen ajenos a la vida y condiciones de los mismos”.

 

               Pablo VI explica más concretamente las condiciones en que deben actuar: “La necesidad, más aún, el deber de la misión eficaz e inserta en la realidad de la vida social puede producir otros inconvenientes, como el de subestimar el ministerio sacramental y litúrgico, como si fuera un freno y un impedimento para la evangelización directa del mundo moderno; o el otro inconveniente, hoy muy extendido, de querer hacer del sacerdote un hombre como otro cualquiera en su modo de vestir, en la profesión profana, en la asistencia a los espectáculos, en la experiencia mundana, en el compromiso social y político, en la formación de una familia propia con la renuncia al sagrado celibato. Cristo escogió a sus discípulos, los distinguió y separó del modo común de vivir, y les pidió que lo dejaran todo para seguirle sólo a El, no sin un sacrificio radical por parte de ellos. El sacerdote, ¿puede ser un hombre socialmente como los demás? Pobre sí, como ellos; hermano, sí; servidor de los otros, sí; víctima por los demás, sí; pero al mismo tiempo, investido de una función altísima y especialísima. Vosotros sois la sal de la tierra y la luz del mundo”. (17-2-69).

 

LA MISIÓN DEL SACERDOTE

ES FORMAR HIJOS DE DIOS

 

               Dice el Concilio: “Todos los sacerdotes son enviados a cooperar a la misma obra, ya ejerzan el ministerio parroquial o supraparroquial, ora se dediquen a la investigación o a la enseñanza, ora trabajen con sus manos, compartiendo la suerte de los mismos obreros donde pareciese conveniente, pero con la aprobación de la autoridad competente. Todos conspiran al mismo fin, la edificación del Cuerpo de Cristo”. (Presbiterorum Ordinis 8).

 

               Pablo VI en la inauguración del Colegio Español en Roma dice: “Hoy como ayer, la misión específica del sacerdote es la de comunicar, como pedagogo de la fe, el pan de la palabra; la de distribuir como ministro del culto, el perdón, la gracia, la santidad. Podrán cambiar los tiempos, y hasta cierto punto los métodos en conformidad con la evolución de las costumbres, pero el contenido del mensaje seguirá siendo el mismo; el apostolado será siempre transmisión de vida espiritual, “para que tengan vida” (Jn. 3,10); la eficacia fundamental del testimonio propio derivará de la misma fuente, la unión con Dios. El ideal deberá estar colocado en la misma meta: el acercamiento de los hombres a Dios”.

 

               El P. Congar dice: “Estar con no basta; es preciso estar con de parte de Dios y en función de Dios, como Iglesia y en función de Jesucristo.” (Sacerdocio y laicado, pág. 15).

 

 

LA VIDA INTERIOR DEL SACERDOTE

ES EL SECRETO DE SU ÉXITO

 

               Dice el Decreto de los presbíteros: “La santidad de los sacerdotes contribuye en gran manera al ejercicio fructuoso del propio ministerio; pues si es cierto que la gracia de Dios puede llevar a cabo la obra de salvación aún por medio de ministros indignos, de ley ordinaria, sin embargo, Dios prefiere mostrar sus maravillas por obra de quienes, más dóciles al impulso e inspiración del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y la santidad de su vida, pueden decir con el Apóstol: Pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mi” (Gal. 2,10).

 

               Pablo VI en el mensaje a los sacerdotes en el año de la fe, les hace unas preguntas: “¿Conservamos el gusto de la oración personal, de la meditación, del Breviario? ¿Cómo es de esperar que nuestra actividad alcance su máximo rendimiento si no sabemos beber en la fuente interior del coloquio con Dios las energías mejores que sólo El puede dar? Y ¿dónde vamos a encontrar la raíz fundamental y la fuerza suficiente para el celibato eclesiástico sino en la exigencia y en la plenitud de la caridad difundida en nuestros corazones consagrados al único amor y al total servicio de Dios y a sus designios de salvación?” (13-7-68).

 

               Todo cuanto va dicho aquí es conocido perfectamente por mis hermanos sacerdotes. Para ellos no se ha escrito, sino para vosotros los seglares; para que conozcáis en medio de tantas experiencias y dudas que es lo que la Iglesia enseña y quiere de sus sacerdotes. Amadlos mucho, defendedlos contra todo ataque, y con humildad y caridad ayudadles.

 

Oración de intercesión

Dios misericordioso,

que en tu siervo Diego, sacerdote,

nos has dejado claro ejemplo

de amor a Jesucristo y a la Iglesia,

trabajando sin descanso

por la santificación de las almas:

te rogamos que, si es voluntad tuya,

sea reconocida ante el mundo su santidad

y me concedas por su intercesión el favor

que tanto espero de tu mano providente.

Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

(Padre Nuestro, Ave María y Gloria)

 

(Para uso privado) Con licencia eclesiástica.

 

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