Mis padres fueron sus padrinos de bautismo. Mi madre y el padre de Diego eran hermanos, los dos hijos del mismo padre y de la misma madre. Yo nací un año después de él.
Vivíamos en poblaciones distintas pero próximas, él en Javalí Nuevo y yo en Alcantarilla. Casi todos los domingos nos veíamos en casa de la abuela Pura. Después, una vez que ingresó en el Seminario de Murcia, se reducían a las vacaciones veraniegas que él dedicaba por completo a ayudar a su párroco. Recuerdo haberle oído contar graciosas anécdotas de su estancia en el seminario. Se le veía muy contento de su vida de seminarista.
Su heroico comportamiento, con motivo del incendio intencionado de la Iglesia de su pueblo, me emocionó, pero no pudimos comentarlo debido a su inmediato encarcelamiento y a mi posterior y forzosa incorporación a filas y marcha a los frentes de guerra, lo que motivó una interrupción de nuestros contactos personales que duraría hasta el final de la guerra civil.
Acabada la guerra, como yo ya tenía acabada la carrera de maestro, solicité escuela interina y me la denegaron con falsas acusaciones políticas. Mi primo Diego, que había compartido celda en la cárcel con quien en ese momento era la primera autoridad de mi pueblo, Alcantarilla, acudió en mi ayuda y me acompañó para pedirle personalmente a dicha autoridad que desmintiera oficialmente el cargo que la comisión depuradora me imputaba falsamente. El Alcalde, el que ejercía de jefe de información local y algún otro de los que allí se hallaban, comentaron entre ellos que yo era el hijo de Jesús Costa (mi padre era un antiguo y muy honrado republicano) y no atreviéndose a denegárselo personalmente, le dijeron que se abriría una información y posteriormente se resolvería. Diego comprendió que allí había una mala voluntad y, sin ira, con esa sonrisa que siempre le caracterizó, dijo, dirigiéndose a los que evadían atender su petición: “En este mundo sólo hay buenas personas y malas personas y mi primo Luis es de los primeros”. Y salimos sin comentarios ni por su parte ni por la mía, ni los hicimos nunca. Para valorar esta actitud suya hay que tener en cuenta el contexto temporal en que sucedió.
Pasaron los años, cada uno entregado a su labor, con alguna comunicación epistolar, sin falta en Navidad. Cuando hablaba con algún sacerdote que podía verme, le rogaba que me saludara. Yo disfrutaba entonces oyendo lo que sobre él me contaban, su entrega total a su sacerdocio.
Más adelante, nuestros contactos personales fueron más frecuentes. Hablando con él podía comprobar su total entrega a su sacerdocio, su absoluta obediencia a su Obispo y al Santo Padre, sin la más mínima indecisión. En cierta ocasión le oí decir a unos sacerdotes que habían ido a visitarle con motivo de una de sus enfermedades y que hablaban sobre si había que vestir la sotana o el clergiman, y atajó con rotundidad: “Si el Papa me dice que tengo que vestirme de torero, pues me visto de torero y santas pascuas”.
Otro día, con motivo de haber padecido una grave enfermedad, fui a verlo a la casa sacerdotal de Alicante. Su estado de salud era muy preocupante. Traté de convencerlo de que permaneciera en cama, pero me dijo que su Obispo esperaba que dijera Misa en no sé qué parroquia y salió a celebrarla como si tal cosa.
En otra visita que le hice en Alicante, le llevé un periódico donde se insertaban unas declaraciones de unos supuestos teólogos de la ciudad. Las encontró muy imprudentes y mostró a los que allí estaban con él el enorme daño que hacían a la Iglesia los que se apartaban de las enseñanzas del Papa.
Siendo director de la Casa Sacerdotal de Alicante, se encontraba a la puerta del edificio reciénconstruido, cuando pasó por allí cierto dirigente político o sindical, que le comentó con sorna y mala intención: “¡Qué bien viven...! ¡Así cualquiera! Diego no se inmutó y con su habitual cachaza, lo invitó a que lo viera por dentro. Aceptó el dirigente y le acompañó hasta la habitación de Diego. Al comprobar con sus propios ojos su austeridad se excusó vivamente de su injusto juicio.
Estuvo hospitalizado en el sanatorio de San Carlos de Murcia con motivo de una hepatitis producida por una transfusión sanguínea. Como yo vivía entonces en Murcia, todas las noches lo visitaba al finalizar mis clases nocturnas. Era muy difícil encontrarlo sin visitas de religiosos, religiosas, sacerdotes, etc. que le exponían los problemas propios o de sus órdenes. A todos atendía sin dar señal del menor cansancio. Las monjas que regenteaban el sanatorio, hablaban con admiración de la disposición para escuchar a todos, la paciencia con que sobrellevaba su grave enfermedad, sin una sola queja.
El Obispo de Murcia, Don Javier Azagra, era rara la noche que dejaba de visitarlo, fuese la hora que fuese.
Hemos hablado de muchas cosas, pero nunca de política. Era un tema que siempre eludía. No faltó quien lo intentara sin lograrlo. Estaba preocupado por los sacerdotes que habían abandonado su ministerio. Renunció a todo bien material y ejerció la caridad en todo cuanto pudo.
Luis Costa