Soy una vecina de Javalí Nuevo. Desde hace algunas semanas dedico un tiempo todas las tardes a la lectura del libro acerca de la vida de D. Diego Hernández González publicado hace ya algunos años. Al llegar al final del texto, cuál fue mi sorpresa al comprobar que otros testimonios de amigos y fieles habían sido también incluidos. Animada por mi actual párroco decidí dirigirme a ustedes con la intención de aportar el humilde testimonio de una niña que tuvo la suerte de pasar parte de su infancia junto a ese gran hombre que fue D. Diego. Es una narración breve y sencilla sin mayor pretensión que la de dejar constancia de la huella tan importante que D. Diego marcó en mí y en toda la gente de este pequeño pueblo.
Corría el año 1932. Yo tenía siete años. Entonces las niñas solían comulgar a los ocho o nueve, pero mi caso fue diferente. D. Diego era el encargado de impartir la doctrina, que era como llamábamos entonces a la catequesis de ahora. Ningún otro cura había conseguido atraer a tanta chiquillería y tan alegre cada tarde a la Iglesia y todo se debía a su fantástico sistema de puntos. Cada tarde, al finalizar la doctrina, las niñas que habían asistido y asimilado bien la lección recibían un vale de un punto. Alentada por su nuevo método y por sus sabias y buenas enseñanzas, cada tarde, cuando la campana del colegio tocaba las cinco en punto, yo salía corriendo desde la calle Mula en dirección a la parroquia. Allí D. Diego nos contaba historias maravillosas, nos instruía en materias distintas y arrojaba una nueva luz sobre nuestras mentes inquietas y hambrientas de nuevos conocimientos. Lo que más me gustaba eran las excursiones. Mi lugar favorito era lo que nosotros llamábamos “la abueliquia”, un campo donde había una piedra con forma de vieja. También me encantaba la salida al “Cabezo del Ángel” donde instalamos una cruz a la que subíamos a cantar. D. Diego nunca se cansaba de nosotros. Era trabajador hasta el infinito y, contrariamente a lo que los niños de esa época estábamos acostumbrados, él siempre nos recibía con una gran sonrisa y unos ojos en los que se apreciaba la alegría de compartir su tiempo con nosotros.
Como iba contando, su sistema de puntos dio sus frutos y, gracias a mi afición a la doctrina y a mis ansias de aprender, recibí la comunión un año antes que las demás niñas, a los siete. Incluso después de comulgar continué siendo una asidua de la catequesis de D. Diego, a la que acudía siempre junto a su hermana Loreto que hoy, sigue siendo vecina del pueblo. En casa, la jarra antigua en la que coleccionaba los vales estaba llena a rebosar así que, finalmente, fuimos su hermana y yo las orgullosas ganadoras del particular concurso. Mi premio consistió en un retal de tela con el que mi madre me hizo un precioso vestido cruzado que entonces se llamaba kimono. El regalo de su hermana fue una bonita bolsa de aseo.
Tal vez, aparentemente, mi historia parezca no tener mayor trascendencia. Pero, para una niña de siete años en 1932, les aseguro que debió ser algo realmente especial para que hoy, a mis setenta y siete años, lo recuerde con tanta nitidez y con esta sensación de infinita ternura inundándome el pecho. D. Diego fue un hombre realmente bueno, trabajador y seguidor del ejemplo de Jesucristo que dijo: “Dejad que los niños se acerquen a mí”. Además, fue un pionero en su época, cuando la educación se concebía como disciplina y rigidez estrictas, él nos enseñó lo bello de aprender y ampliar nuestros horizontes. Muchos párrocos y muy buenos han pasado desde entonces por esta pedanía, pero ninguno ha podido sustituir la bondad grande que caracterizaba a D. Diego, ni tampoco el recuerdo que sus atenciones y preocupaciones hacia mí y hacia todos los niños dejaron grabado en mi corazón ni en mis, ahora lejanos, recuerdos.
Purificación Pérez.