Con este acto austero, repleto de actas y firmas, de lacre también, cerramos en la Diócesis un proceso que iniciamos en el Nombre del Señor. Han sido meses de recibir testimonios. Nosotros ahora no juzgamos. Ofrecemos sencillamente nuestro parecer ante Dios y a la Iglesia le pedimos el discernimiento acertado, porque lo avala la asistencia del Espíritu Santo.
Hemos cumplido un deber. Se trataba de recoger con cuidado y extraordinaria responsabilidad la vida y los detalles de un hermano nuestro, de un presbítero de nuestra Diócesis, de muchos conocido, por muchos testigos reconocido como extraordinario seguidor de Jesús, D. Diego Hernández.
Nuestro deber era que nada se perdiera, como encargó el Señor, después de la multiplicación de los panes. Y algo así fue D. Diego, una vida entregada y multiplicada por la gracia de Dios.
Estas cajas, lacradas ante vosotros, las ofrecemos al Santo Padre. Nos alegra presentarle un fruto, a nuestro parecer, maduro. Es fruto de esta Tierra alentada por el Espíritu. Esperamos confiados el juicio de la Madre Iglesia.
Además de cumplir un deber, este hecho, clausurar el proceso diocesano de canonización de D. Diego, nos recuerda con claridad que la santidad es el destino más noble ideado por Dios para el hombre. Él nos ha destinado a ser «santos e irreprochables». La santidad es el clima del creyente. Es su vocación, afirmó el Concilio. Y está claro que somos herederos de santos.
Quiero subrayar además la huella impresionante que deja siempre en la comunidad el
sacerdote santo. Pasan los años y el recuerdo revive con gozo y eficacia. Su vida nos emplaza a los presbíteros y a todos a abrazar lo necesario con ardor. Ser pastor tiene un modo honesto de serlo: darlo todo, hasta quedarse a la muerte con menos de un euro, y darlo con alegría. Y, además, tener la pasión de ayudar a formar pastores. A ello entregó lo mejor de su vida D. Diego, y es éste otro momento para confiarle con todo interés nuestro Seminario, que él bien conoce.
Este recuerdo acelerado de D. Diego, presbítero y pastor, no quedaría completo, si no mencionara su preocupación permanente por la vida consagrada. Cuántos cientos de cartas y de horas dedicadas a religiosas. Y me produce especial gratificación su atención a los laicos, a la Acción Católica. Uno se admira de dónde sacaba tiempo D. Diego.
Cerramos el proceso y pedimos que lo abra en Roma el Santo Padre. En el camino hacia su propuesta de santo a la Iglesia entera, si es voluntad del Señor, allí, en Roma se unirá con otro creyente laico de nuestra Iglesia Diocesana, D. Pedro Herrero. Y espero que podamos presentar igualmente el proceso de nuestros «mártires».
Me queda dar gracias a los miembros del Tribunal que preside D. José Fuentes como Juez Delegado, al Sr. Promotor de Justicia, al Sr. Notario. Muchas gracias por su trabajo tan responsable. Han sido viajes, horas, escucha atenta, fidelidad al encargo que le confié.
Y gracias al postulador, D. Ildefonso, incansable, permanente alentador de todo el proceso. Muchas gracias, Ildefonso.
Y a todos los testigos.
Por último he de felicitar de corazón a nuestra Iglesia Diocesana. Buena madre, que da a luz estos hijos. Os invito a amarla de todo corazón, y a ofrecerle la alegría de nuestra santidad, que es: Dios sobre todo, el servicio sincero al hombre y el amor a esta Tierra.
Os saludo a todos, a vosotros mis hermanos sacerdotes, a los seminaristas, a las religiosas, a los laicos, a la familia de D. Diego, también al Párroco de Javalí Nuevo, donde reposan sus restos.
Con estas palabras cierro en la Diócesis el proceso de D. Diego, y lo cierro como empezó: En el Nombre del Señor y para gloria de la Santísima Trinidad.
Victorio Oliver Domingo