VENERABLE DIEGO HERNÁNDEZ GONZÁLEZ Sacerdote diocesano
VENERABLEDIEGO HERNÁNDEZ GONZÁLEZSacerdote diocesano

9. EL MATRIMONIO Y LA VIRGINIDAD

 SON DOS CAMINOS DISTINTOS,

PERO NO OPUESTOS

 

               Si no se matizan los conceptos y su expresión en materia de fe se puede inducir muchas veces a error y desorientación en la vida práctica. El péndulo de las afirmaciones que se hacían en otros tiempos respecto a la superioridad de la virginidad sobre el matrimonio, se ha visto llegar al extremo contrario en estos días. Para algunos las mujeres casadas son cristianas mediocres, sin aspiraciones de perfección en la Iglesia. Otros, hoy día, consideran, y así lo propagan, que la virginidad es inferior al matrimonio porque éste es sacramento y aquella no, y por otros motivos que irreflexivamente sueltan, como los niños cuando tiran piedras en la calle sin saber a quien harán daño.

 

               Apreciamos o menospreciamos ligeramente la virginidad o el matrimonio, y no nos fijamos en lo que da valor a las dos: la caridad, el amor de Dios y del prójimo. Actuamos como aquellos niños de la fábula que se peleaban por una avellana, y, cuando la rompieron, estaba vacía. Si una joven se ha hecho religiosa o se ha casado ya lo tiene todo. Y las virtudes cristianas brillan por su ausencia muchas veces, y ahí está el engaño.

 

               ¿Qué es mejor ser religiosa o casada? ¡Qué cuestión tan bizantina e inútil! ¿Qué es mejor para el reloj, ser aguja o cuerda, éstas o el último tornillo? Pues todas las piezas, y cada una en su puesto, son mejores y necesarias para que el reloj marque la hora exacta, aunque cada pieza tenga su importancia peculiar en la maquinaria del reloj. San Pablo habla de la diversidad de carismas en la Iglesia, y, para que lo entendamos, pone el ejemplo del cuerpo humano que tiene diversidad de miembros, pero forman un solo cuerpo con la misma vida. Hay diversidad de carismas o puestos y destinos en la Iglesia, pero todas estas cosas las obra el mismo  y único Espíritu (1 Cor. 12, 4-26). Y en el cap. 13, 3 lo dice expresamente: “Aunque entregue mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada soy”. Por tanto, ni matrimonio, ni virginidad, ni fraile ni sacerdote, ni obrero ni ingeniero son los mejores puestos en la Iglesia.

 

               El problema no está en si ocupamos en la Iglesia un cargo más excelente de suyo, sino más bien si desempeñamos con fidelidad el que Dios quiere. El Concilio, Lumen Gentium 32, lo explica así: “Si bien en la Iglesia no todos van por el mismo camino, sin embargo, todos están llamados a la santidad, y han alcanzado idéntica fe por la justicia de Dios” (2 Ped. 1,1). Aun cuando algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos doctores, dispensadores de los misterios y pastores para los demás, existe una auténtica igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la acción común a todos los fieles en orden a la edificación del cuerpo de Cristo. Es común la dignidad de los miembros, común la gracia de la filiación, común la llamada a la perfección, una sola salvación, única la esperanza e indivisa la caridad. No hay, por consiguiente, en Cristo y en la Iglesia ninguna desigualdad por razón de la raza, etc.”.

 

Dios gobierna al mundo y a la Iglesia, y sabe quienes hacen más falta en cada momento de la historia, si casados o religiosos, y conforme a sus divinos designios va suscitando vocaciones por medio de los signos en que se manifiesta: consejos, predicación, amistad, enfermedad, etc.. Nuestra obligación es proceder con fidelidad a la primera vocación, a la segura: la del bautismo, puesto que es una vocación y elección según el apóstol. Esto es lo primero que nos pide Dios, portarnos como hijos suyos, dejándonos llevar en todo momento por su Espíritu (Rom. 8,14), limpiar nuestras intenciones de todo egoísmo, mirar sólo a Dios en todas nuestras decisiones; y entonces, tanto la que se siente inclinada al matrimonio, como la que desea ser virgen, buscarán agradar a Dios. Si somos santos Dios pondrá a cada uno en su puesto para la edificación del cuerpo de la Iglesia. Y, libres de pasiones y preferencias, escogerán aquel camino que Dios quiere para ellas, porque no somos nosotros quienes elegimos, sino Dios el que nos escoge (Jn. 15,16); “El es quien otorgó a unos ser apóstoles, a otros profetas, a otros evangelistas, a otros pastores y doctores. Habilitando así a los santos para la obra del ministerio en orden a la edificación del cuerpo de Cristo” (Ef. 4,11-12). Porque “¿tú quien eres para pedir cuentas a Dios? Dirá acaso la figura al que lo modeló: ¿Por qué me hiciste así? ¿O es que el alfarero no tiene con la arcilla el derecho a fabricar de la misma masa tal vaso para un uso noble y tal vaso para uso vulgar? (Rom. 9,20-21).

 

               Si nos decidimos por lo que más nos conviene o nos gusta según apetencias terrenas y egoístas, ya no nos portamos como hijos de Dios, y entonces da lo mismo el matrimonio o la vida religiosa; serán malas cristianas en las dos opciones.

 

               Y cuando Dios habla, o de hecho ha hablado por la profesión religiosa, o se decide privadamente por la virginidad con simple consejo del confesor, o bien ha contraído matrimonio libremente y con conciencia cristiana, el nuevo estado es irreversible, y, por tanto, signo de la voluntad de Dios. Entonces la forma de vida adoptada es el molde donde Dios quiere que se santifique con todas sus fuerzas. Las dos tienen su lugar justo en la Iglesia y son fuente de santidad y apostolado. Bautizada, luego santa y apóstol, es la primera vocación (Lumen Gentium 41). ¿Dónde y cómo?, es la segunda vocación. Tanto des-agrada a Dios la casada que quiere sacudir la carga del marido y de los hijos por una falsa aspiración a la vida más perfecta, como la religiosa que duda de su virginidad después de las pruebas y tiempo conveniente. Entonces sólo hay que correr con entusiasmo por el camino de la práctica de las virtudes, y ponerse a dudar de si es o no su camino el que lleva andado es una tentación diabólica porque Dios no acostumbra a marcar a las almas como se las marca hoy.

 

               Entonces, dirá alguien, si agrada a Dios lo mismo el matrimonio que la virginidad nos quedamos en el mundo donde se pasa mejor. ¿No os parece que no es ésta la consecuencia legítima de lo dicho hasta aquí, sino más bien ésta otra: Voy a esforzarme por agradar a Dios donde estoy?.

 

               En el próximo artículo trataremos de la necesidad, ventajas y excelencia de la virginidad consagrada en la Iglesia como signo de mayor proximidad a Dios.                           

 

Oración de intercesión

Dios misericordioso,

que en tu siervo Diego, sacerdote,

nos has dejado claro ejemplo

de amor a Jesucristo y a la Iglesia,

trabajando sin descanso

por la santificación de las almas:

te rogamos que, si es voluntad tuya,

sea reconocida ante el mundo su santidad

y me concedas por su intercesión el favor

que tanto espero de tu mano providente.

Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

(Padre Nuestro, Ave María y Gloria)

 

(Para uso privado) Con licencia eclesiástica.

 

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