VENERABLE DIEGO HERNÁNDEZ GONZÁLEZ Sacerdote diocesano
VENERABLEDIEGO HERNÁNDEZ GONZÁLEZSacerdote diocesano

Mons. Pablo Barrachina y Estevan, Obispo de Orihuela-Alicante

Homilía pronunciada en la Misa exequial del Siervo de Dios (27 de enero 1976)

 

 

“Amados sacerdotes de nuestra querida Diócesis de Orihuela-Alicante. Amados sacerdotes que habéis venido de la vuestra de Cartagena-Murcia. Queridos familiares. Hermanos todos en Cristo.

 

      Al presidir esta íntima concelebración, el Obispo os exhorta a todos a que este acto cultural sea efectivamente una oración de toda la Iglesia diocesana por quien él, D. Diego, vivió y por la que D. Diego ha muerto. Pero al mismo tiempo, el Prelado también quisiera que fuera como un acto de gratitud al Señor y de reconocimiento por habernos deparado este ejemplar sacerdote que acaba de fallecer. Auscultemos en lo que significa la muerte para aplicarlo inmediatamente a la muerte de D. Diego.

 

      La muerte, en sí, oculta todos los misterios del hombre. Es un resumen y compendio de todos ellos. Cualquiera elementalmente instruido en la teología, los puede penetrar. Sin embargo, la muerte en Cristo con su resurrección, constituye el Misterio Pascual. Misterios de los hombres, misterio e Dios. Por eso, creo para mí que la muerte de cada uno es como la síntesis, es como el resumen, es como la eclosión necesaria de toda su vida. Dios, tan providente, no puede querer otra cosa. Lo dice el refrán que como se vive así se muere. Y Dios es el primero que lo quiere así. La muerte, según el Concilio Vaticano II es el punto en el que el hombre se vuelve problema para sí mismo de la forma más radical. Entonces es cuando el hombre, a solas con Dios y con su alma, resuelve definitivamente su porvenir. Problema de problemas que está a punto de volverse realidad y que se resuelve, según los casos, de una manera sublime, de una manera mediocre o de una manera desastrosa, según haya sido el plan.

 

      Por eso, la muerte de Jesucristo fue la epopeya de Jesucristo con la resurrección. Fue el acto histórico de Jesucristo, el acto mas trascendental de toda la Historia de Salvación, de toda la vida del mundo. Concretando, podríamos decir: la muerte, de suyo, después del pecado de nuestros primeros padres, demuestra la rebelión de Dios. La muerte de Jesucristo es la entrega libre, libérrima, de todo su ser amorosamente al Señor. La muerte nuestra debe participar necesariamente de una o de otra. Por eso, ejemplarmente podríamos decir que desde la muerte de Jesucristo no se puede vivir y no se puede morir de otra manera a la que murió Cristo. Bendito aquél que lo entienda así, y pobre de aquél que lo entienda al revés. San Pablo a los Romanos dice: “Nadie vive para sí y nadie muere para sí”. Así debe ser. Cuando se entiende así la vida y así la muerte, entonces la muerte ya no es enfrentamiento, sino que es entrega. Ya no es problema, sino que es solución. Ya no es muerte, se convierte en vida que espera enseguida.

 

      “O mors, ubi est victoria tua?” Rezamos los sacerdotes el Sábado Santo. Oh muerte, ¿dónde está tu victoria? Y el que muere como D. Diego no le deja nada al diablo. Y a nosotros nos deja ejemplo. Veámoslo.

 

      ¿Cómo ha muerte nuestro amado D. Diego? Ese último momento es la reserva de Dios. Es la última cuenta del rosario que cada uno reza consigo mismo y con Él. Él el último respiro que brota de lo más íntimo del corazón. Pero se puede y se debe suponer y hasta vislumbrar cómo habrá sido el último instante de un hombre como éste, cuyos restos aquí están presentes.

 

      Yo, escogiendo anoche y esta mañana un lema para D. Diego, se me han ocurrido dos, y es uno mismo. De la misma carta a los Corintios: “Quis infirmator, et ego non infirmor? quis scandalizatur, et ego non uror?. Esto no es que lo decía D. Diego, es que lo vivía en todos los instantes de su vida. Y hasta se le transparentaba en el gesto y en el rostro y en todo su contorno. ¿Quién enferma que yo no enferme? Siempre estuvo enfermo del alma por la Diócesis. ¿Quién se escandaliza que yo no me requeme? Siempre estuvo recomido en sus entrañas como madre que está siempre dando a luz. Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que vivió de la entrega a sus queridos seminaristas, como el Señor se entregó a sus apóstoles. Enamorado de sus sacerdotes para que fueran tros Cristos. Desviviéndose por las religiosas para que fueran, en efecto, almas consagradas al Señor. Hecho todo para todos, porque él consideraba como un insulto la mediocridad, y como una gracia la santidad. ¿Acaso no os acordáis de él? ¿no veíais su rostro y su gesto y sus palabras? Para D. Diego, sacerdote, era un insulto la mediocridad y era una gracia la santidad. Se revolvía cuando veía esa mediocridad en palabras, en gestos o en acciones. Y se consolaba cuando admiraba la gracia de cualquier seminarista, de cualquier sacerdote, de cualquier religiosa, de cualquier fiel. Era, podríamos decir, celo. Era entusiasmo. Era perfume. Era como a orla del manto del Señor que pasa junto a nosotros. Me parece que nunca lo olvidaremos.

 

      Digamos esto más teológicamente: Era sacerdote. Del sacerdote han escrito muchos santos Padres, han escrito todos los Romanos Pontífices. Pero ha sido el gran Pío XII el que ha dicho que el sacerdocio es el gran don del Divino Redentor. El gran don que quiso perpetuar su obra y no tuvo más remedio para perpetuarla que instituir el sacerdocio.

 

Y D. Diego estaba tan enamorado de ese sacerdocio, que era sacerdote siempre. Y lo consideraba como su gracia, la que Dios le concedió. Por eso el sacerdote debe siempre aparecer como sacerdote y no escamotear su sacerdocio. Debe siempre obrar como sacerdote. Que sus obras sean, claro humanas, pero más cristianas, pero mas sacerdotales. Así. Y entonces todo se entiende. ¿Acaso las obras de Cristo no eran obras de Dios? ¿Por qué las nuestras han de ser nada más que humanas? ¿Nada mas? No. Sacerdotales. Siempre. Y entonces, sí: Cristos por la mañana, Cristos a mediodía y Cristos por la noche. ¿Acaso Cristo no fue siempre casto? Ahora bien, para esto hemos de estar revestidos de Cristo. Y estar revestidos de Cristo no significa sólo inspirarse en su doctrina, que es muy poco aún siendo mucho. Significa entrar en una vida nueva. Entrar para, a ser posible, no salir nunca. Y esta vida nueva, efectivamente, tendría fulgores de Tabor. Pero llegará a tener fulgores de Tabor cuando primero haya tenido dolores y angustias de víctima. Si no hemos tenido dolores y angustias de víctima sacerdotales, no tendremos fulgores de Tabor.

 

      ¿No veis a D. Diego? Sí, sí.  Gozaba pero porque primero sufría. Reía, pero porque primero lloraba. Cantaba pero porque primero oraba. Y así todo lo que fluía de aquellos labios y de aquel corazón era consecuencia de su llanto, de su victimación constante.

 

      En el sacerdocio, dígase lo que se diga, prima el Sacrificio del altar. Y, consiguientemente, nuestra entrega a ese Sacrificio del altar. Habrá que evangelizar primero, pero no es lo más sublime la evangelización. Lo más sublime es el Santo Sacrificio del altar, so pena de que le quitemos a Cristo la Redención. Ahora bien, para ello, para que nosotros, sacerdotes, seamos capaces de ofrecer el Sacrificio del altar, hemos de llevar una vida de trabajo largo, difícil, que nos ponga en trance de víctima. Y cuando el sacerdote ha llevado esa vida larga y difícil de víctima, entonces está en perfectas condiciones para ofrecer el Santo Sacrificio del altar.

 

      ¿Cómo nosotros vamos a ofrecer la Hostia pura, la Hostia santa, la Hostia inmaculada, si estamos enteros? ¿Cómo vamos a dar a Dios a los demás si nosotros somos vulgares?

 

      He dicho antes, y lo vuelvo a repetir, que por eso, porque D. Diego tenía conciencia de que ofrecía todos los días la Víctima al Padre, él era víctima. Y consideraba un insulto la mediocridad. Y huía de ella como de la lepra. Y ante ella se volvía duro. Quería ser semejante a Jesús.

 

      El sacerdote, lo he dicho antes, debe evangelizar. Y éste es deber primero. Y, en este sentido, fundamental y radical, Dios permitió que D. Diego supiera lo que era evangelizar. Y, además, él sabía lo que era evangelizar. Aquí hay multitud de religiosas. Y, si yo hubiese dado permiso para que salieran las del claustro hubieran venido todas. Porque todas saben de su forma de evangelizar. Sin embargo, como vosotros sabéis, queridos sacerdotes, lo mismo que yo, no es fácil evangelizar. Es harto difícil. Es oficio entrañable. Es oficio paternal y maternal. Diría más: es oficio sangrante.

 

      Él había leído constantemente las obras de San Juan de Ávila. Y yo, con permiso de sus familiares, retendré el libro de San Juan de Ávila que él más usaba, por no decir más manoseaba. Pues bien, él sabía de memoria, de rutina, y lo había grabado en su corazón, aquellas maravillosas palabras de San Juan de Ávila: “Los hijos que por la palabra hemos de engendrar, no tanto han de ser hijos de voz cuanto hijos de lágrimas. A llorar aprenda quien toma oficio de Padre”. El que predica y no sabe llorar, no predica. Es muy fácil predicar así. El que habla y no sabe interesarse profundamente por aquél a quien habla, entonces convierte su oficio en tablas. El que no ve lo que le falta a quien le predica y no se lo dice cariñosamente, amablemente, prudentemente, pero con deseos infinitos de que se transforme, ese habla porque sabe científicamente hablar o habla porque es su oficio, en el peor sentido de la palabra hablar. Pero, como no es capaz de sentir, no es capaz de interesarse, no es capaz de llorar, me temo que Dios Nuestro Señor haga bien poca cosa por su oficio.

 

      A llorar aprenda quien tenga oficio de Padre. Y él fue Padre, y de unas cuantas generaciones. Y yo quisiera que los que lo han conocido de cerca, como tantos sacerdotes de esta Diócesis, tantos sacerdotes de Cartagena-Murcia, tantos amadísimos seminaristas, que no lo pierdan de vista. Para que se acuerden, no de sus palabras, sino de la forma cómo predicaba sus palabras. No de sus palabras, sino del gesto cuando predicaba. No de sus palabras, sino hasta del genio que tenía cuando las decía. Genio santo. Celo por la casa de Dios.

 

      Yo, cuando lo oía, permitidme la expansión, casi estaba deseando que se enfadara; se enfadara por Dios y en Dios. Y entonces salían por su boca torrentes de fuego ardiente que quemaba. Efectivamente. A él, en cierta manera, se le podrían aplicar las palabras del Himno de San Juan de Ávila. Era fuego. Era torrente. Era vida. Era holocausto. Era un hombre de Dios. Y claro, el que así celebra, hecho víctima, y el que así habla, hecho ascua, es que lleva una vida conforme a lo que celebra y conforme a lo que habla. Es decir, él sabía lo que es ser sacerdote. Y vivió limpiamente su sacerdocio. Vivió puramente su sacerdocio.

 

      Cualquiera, de cerca o a distancia, podía seguir la vida de aquel hombre exhaustivamente por fuera y por dentro. Sabía que no tenía ni un minuto para sí. Y todos eran para los demás. Sabía de la mañana hasta la noche en qué se empleaba. No podía entregarse a nada que no fuera sacerdotal. Ya comiera, ya bebiera, ya paseara, ya viajara, ya durmiera. Siempre Cristo. Para todos Cristo. Y nada más que Cristo.

 

      Y diciendo esto, estimados sacerdotes, no digo nada que vosotros no sepáis. Algo tenía que decir y yo debía decirlo. Porque por la misericordia del Señor soy vuestro Obispo. Y algo de Obispo he sido también para Cartagena-Murcia.

 

      Queridos sacerdotes. Aquí están sus restos. Que en nuestra memoria se queden las huellas de su vida, de sus misas, de su predicación.

 

      Queridos seminaristas. Desead ser como él. Que si este entierro sirve para eso habrá servido para todos.

 

      Por eso, ayer por la mañana, dije que no podíamos correr. Que Dios, Nuestro Señor, y él desde el cielo merecían que todo fuera lento en Orihuela y en Alicante.

 

      Y ahora, con mucho gusto, lo entregaremos a la tierra que le vio nacer. A la tierra bendita de Murcia y su Javalí Nuevo en donde sabremos que está.

 

      Nadie vive para sí. Nadie muere para sí. Quien así vivió, no puede haberlo hecho de otra manera. El último instante no lo conocemos. Pero sí lo sabemos. Yo le he ofrecido todas mis misas, pero con paz. Sabiendo que me parece que no las necesita.

 

      Réquiem aeternam dona eis Domine...

Oración de intercesión

Dios misericordioso,

que en tu siervo Diego, sacerdote,

nos has dejado claro ejemplo

de amor a Jesucristo y a la Iglesia,

trabajando sin descanso

por la santificación de las almas:

te rogamos que, si es voluntad tuya,

sea reconocida ante el mundo su santidad

y me concedas por su intercesión el favor

que tanto espero de tu mano providente.

Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

(Padre Nuestro, Ave María y Gloria)

 

(Para uso privado) Con licencia eclesiástica.

 

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