Carta ante la publicación del libro «Ardiente enamorado. Diego Hernández González»
«…Os doy las gracias y os felicito por la biografía de D. Diego. Me he leído unas cuantas páginas y rezuman cercanía y verdad sus palabras, sus escritos nacidos del corazón, por eso actuales y sinceros. La sonrisa de su rostro es ya una invitación. Cada día lo recuerdo para encomendarle el presbiterio de Orihuela-Alicante»
Inicio del Proceso de Canonización (25 de enero de 2002)
En el Nombre del Señor y sólo en su Nombre iniciamos hoy, fiesta de la conversión de S. Pablo, el proceso diocesano de canonización de D. Diego Hernández, sacerdote de nuestro presbiterio, que murió mañana hace veintidós años.
En el Nombre del Señor gastó su vida D. Diego. Una vida relativamente corta, 61 años y un mes, densa, verdadera. Entendía que la mediocridad es un insulto. Vida entregada, como lo aprendía del Evangelio y en la Eucaristía diaria. Vida de servicio. Vida de sacerdote.
Mejor que yo lo conocéis muchos de los que estáis aquí y que sois llamados para dar vuestro testimonio. No buscamos, sobre todo, la vida de D. Diego, sino la presencia extraordinaria y fuerte del Espíritu Santo en él.
Porque al hombre le corresponde la fidelidad, la respuesta, la obediencia, la disponibilidad, la sinceridad, la verdad, la humildad para que el Señor despliegue su poder de santidad. Al Espíritu le corresponde la iniciativa, la gracia, la fuerza, el aliento. Algo, mucho, había trabajado el Espíritu a D. Diego. Un dato expresivo: Qué grande es un creyente, cuando, al morir, sólo se le encuentran 130 pesetas, ni siquiera 1 euro.
Iniciamos, pues, un camino de discernimiento. Para ello necesitamos al Espíritu y lo invocamos con insistencia. Será una actitud permanente. Nuestro trabajo serio y riguroso, el del tribunal y de los testigos, el del postulador, se hará ante el Señor, presididos de su presencia. Nada realizaremos sin invocar al Espíritu.
¿Tiene sentido iniciar el proceso?
Encuentro varias razones. Primero, lo habéis pedido muchos, con razones y motivaciones de fe, hasta que se expresó en una petición en la forma preceptiva. Consulté, además, a los hermanos obispos de la Provincia Eclesiástica y me dieron el voto favorable, como algún otro obispo, que conoció de cerca a D. Diego. Lo propuse también al Consejo de Gobierno de la Diócesis y me expresaron los Vicarios su parecer afirmativo y cálido.
Entendía, además, que era un deber mío agradecer al Señor la vida de D. Diego, rastreando su itinerario de fe, de esperanza y de amor, recogiendo los datos de su respuesta al Señor, sembrados en surcos de la Diócesis: parroquias, laicos, religiosas, y, a voleo abundante, sembrados en el Seminario y en los sacerdotes.
Y se trataba también de un testimonio espléndido de fidelidad sacerdotal, volcada en la vida de nuestra Diócesis. Me lo atestigua la homilía de D. Pablo en el entierro de D. Diego y conozco el aprecio que le tenía. He leído otros muchos testimonios. Y lo que sobresale y queda es el sacerdote. El sacerdote entero, no a medias, no de mínimos. El sacerdote alegre y permanente. Y el amor al sacerdote y al seminarista. ”El sacerdote lo primero”, repetía D. Diego y lo hacía así.
Redescubrir la vida de D. Diego, a veintiséis años de su muerte, ha de hacer bien. Es otro motivo. Lo veo como agua fresca y mansa en este tiempo de relativa sequía vocacional. Muchos entenderemos, de nuevo, que merece la pena amar al compañero, estar cerca de él, no admitir la sospecha y arriesgar la vida por los sacerdotes. La tierra de la vocación se hará mullida.
Habló de ello D. Diego, pero sobre todo obró con sentido coherente. Nosotros hoy buscamos, con la oración y con el testimonio, un sustituto a nuestro trabajo. Cuando se ama la vocación, se contagia, como Andrés, como Pablo. Y espero que se prepare el clima para la respuesta generosa de los jóvenes y niños.
Y otro fruto que espero es el amor creciente a la Iglesia Diocesana. D. Diego fue diocesano. La Diócesis era su madre y su casa. Le ofreció lo que era: sacerdote. Le ofreció amor y fuego, todo lo suyo. No le pesó. Y entendió que su mejor contribución era la santidad. Su aportación más original. Lo más renovador e innovador. Algo así necesita con urgencia este tiempo nuestro.
“Somos herederos de santos”, le decía Tobías a su hijo. El Concilio proclamó con fuerza la llamada universal a la santidad. El Papa lo acaba de recordar como meta y objetivo en su carta del nuevo milenio. Antes que preguntarnos por proyectos, el Señor nos examinará del amor, que expresa la santidad. Cuando arrecia el frío, es tiempo de santos. Y me alegra comprobar que pisamos tierra, que da esos amigos fuertes de Jesús.
La vida de D. Diego nos marca, por fin, una dirección y una fuente: Se inspiró en el Señor, en su vida, en la Eucaristía, en la cruz, en el mismo ministerio pastoral. De ellos bebió. Y del torrente fresco de S. Juan de Ávila, verdadero y fecundo maestro de santos, de sacerdotes. Después de cinco siglos, tiene su vida fuerza de primavera. También bebió de nuestros místicos, Santa Teresa de Jesús y S. Juan de la Cruz. Y a los tres unidos los pintó.
No es mi intención hacer un panegírico de D. Diego. He querido explicitaros los motivos que nos han traído a esta tarde, 25 de enero de 2002. Y nos han traído al Seminario de Orihuela, con la mirada atenta de la Inmaculada y S. Miguel. Ante el sagrario de la capilla, de rodillas, ante María Inmaculada y S. Miguel oró D. Diego. Cientos de veces subió esta cuesta. Y es verdad, al Seminario siempre se sube.
Os doy las gracias por haber venido de tantos lugares. También varios sacerdotes de su Murcia, con el Sr. Obispo Emérito, D. Javier Azagra, y de su Javalí Nuevo su hermana, sus sobrinos y paisanos. Gracias a vosotras, las religiosas, incontables son las que él ayudó. Y seglares, que entraban en su celo pastoral, animando la Acción Católica, hasta acabar como párroco en Rabasa.
Está presente con su intención, con su afecto y cercanía, D. Jesús, el Obispo Auxiliar, que cumple un compromiso pastoral esta tarde y desea que le contemos entre nosotros.
Gracias al Seminario. Me alentáis también tantos sacerdotes con vuestra presencia. Es de los nuestros D. Diego. Se nos hace esperanza. Tendremos que seguir sus pasos. Esta Iglesia se lo merece.
Gracias al Tribunal a quien encomiendo este trabajo de inmensa responsabilidad. El Espíritu os asista. Seréis justos. Y os agradezco la dedicación a esta tarea. Y gracias al incansable y riguroso postulador, que lleva y llevará con alegría el peso de este camino.
Y enhorabuena a nuestra querida Iglesia Diocesana. Es buena la Tierra que da estos frutos. Amo a esta Iglesia de Jesús. La felicito. Es tarde luminosa de esperanza en nuestra Diócesis y en nuestra Iglesia. Publicar el Decreto de inicio del proceso me ha supuesto una decisión importante, que tomé y he firmado en el Nombre del Señor, con las primicias del Espíritu, para gloria de Dios Padre.
+ Victorio Oliver Domingo.
Clausura del Proceso de Canonización (27 de febrero de 2004)
Con este acto austero, repleto de actas y firmas, de lacre también, cerramos en la Diócesis un proceso que iniciamos en el Nombre del Señor. Han sido meses de recibir testimonios. Nosotros ahora no juzgamos. Ofrecemos sencillamente nuestro parecer ante Dios y a la Iglesia le pedimos el discernimiento acertado, porque lo avala la asistencia del Espíritu Santo.
Hemos cumplido un deber. Se trataba de recoger con cuidado y extraordinaria responsabilidad la vida y los detalles de un hermano nuestro, de un presbítero de nuestra Diócesis, de muchos conocido, por muchos testigos reconocido como extraordinario seguidor de Jesús, D. Diego Hernández.
Nuestro deber era que nada se perdiera, como encargó el Señor, después de la multiplicación de los panes. Y algo así fue D. Diego, una vida entregada y multiplicada por la gracia de Dios.
Estas cajas, lacradas ante vosotros, las ofrecemos al Santo Padre. Nos alegra presentarle un fruto, a nuestro parecer, maduro. Es fruto de esta Tierra alentada por el Espíritu. Esperamos confiados el juicio de la Madre Iglesia.
Además de cumplir un deber, este hecho, clausurar el proceso diocesano de canonización de D. Diego, nos recuerda con claridad que la santidad es el destino más noble ideado por Dios para el hombre. Él nos ha destinado a ser «santos e irreprochables». La santidad es el clima del creyente. Es su vocación, afirmó el Concilio. Y está claro que somos herederos de santos.
Quiero subrayar además la huella impresionante que deja siempre en la comunidad el sacerdote santo. Pasan los años y el recuerdo revive con gozo y eficacia. Su vida nos emplaza a los presbíteros y a todos a abrazar lo necesario con ardor. Ser pastor tiene un modo honesto de serlo: darlo todo, hasta quedarse a la muerte con menos de un euro, y darlo con alegría. Y, además, tener la pasión de ayudar a formar pastores. A ello entregó lo mejor de su vida D. Diego, y es éste otro momento para confiarle con todo interés nuestro Seminario, que él bien conoce.
Este recuerdo acelerado de D. Diego, presbítero y pastor, no quedaría completo, si no mencionara su preocupación permanente por la vida consagrada. Cuántos cientos de cartas y de horas dedicadas a religiosas. Y me produce especial gratificación su atención a los laicos, a la Acción Católica. Uno se admira de dónde sacaba tiempo D. Diego.
Cerramos el proceso y pedimos que lo abra en Roma el Santo Padre. En el camino hacia su propuesta de santo a la Iglesia entera, si es voluntad del Señor, allí, en Roma se unirá con otro creyente laico de nuestra Iglesia Diocesana, D. Pedro Herrero. Y espero que podamos presentar igualmente el proceso de nuestros «mártires».
Me queda dar gracias a los miembros del Tribunal que preside D. José Fuentes como Juez Delegado, al Sr. Promotor de Justicia, al Sr. Notario. Muchas gracias por su trabajo tan responsable. Han sido viajes, horas, escucha atenta, fidelidad al encargo que le confié.
Y gracias al postulador, D. Ildefonso, incansable, permanente alentador de todo el proceso. Muchas gracias, Ildefonso.
Y a todos los testigos.
Por último he de felicitar de corazón a nuestra Iglesia Diocesana. Buena madre, que da a luz estos hijos. Os invito a amarla de todo corazón, y a ofrecerle la alegría de nuestra santidad, que es: Dios sobre todo, el servicio sincero al hombre y el amor a esta Tierra.
Os saludo a todos, a vosotros mis hermanos sacerdotes, a los seminaristas, a las religiosas, a los laicos, a la familia de D. Diego, también al Párroco de Javalí Nuevo, donde reposan sus restos.
Con estas palabras cierro en la Diócesis el proceso de D. Diego, y lo cierro como empezó: En el Nombre del Señor y para gloria de la Santísima Trinidad.
+ Victorio Oliver Domingo