Entre lo mucho bueno que cualquiera que le conoció puede afirmar de él, descuella el reconocimiento de la autenticidad de su vida sacerdotal. Don Diego fue un gran sacerdote y lo fue porque, sólo, siempre y todo fue sacerdote. "De estos quedan pocos" dijo el sepulturero que lo enterraba a un sacerdote presente. "Don Diego ha sido un sacerdote que me ha convencido, dijo otro sacerdote, porque hablaba de pobreza y era pobre, hablaba de generosidad, humildad, etc., y era lo que predicaba". Todo el caudal que le ha sido encontrado al morir llegaba a ciento treinta pesetas. Con razón decía el Señor Obispo al preparar su entierro (él sabrá por qué lo decía) "no escatimemos nada en el entierro de quien nunca quiso cobrar mientras vivió".
Las coordenadas vitales de su existencia eran el amor de Dios manifestado en la entrega absoluta a su voluntad que detectaba fácilmente y el amor a los demás hasta el olvido de sí mismo. Dios era el eje de su vida y acción. Con cuánto gusto e ímpetu repetía como un lema bien amado aquellas palabras de S. Juan de la Cruz: "En este monte sólo moran la honra y gloria de Dios", y aquellas otras de Teresa de Jesús: "...Sólo Dios basta". Toda su vida tuvo a S. Juan de Ávila como maestro de vida ascética y es muy significativo que en sus últimos años, quizás por paralelismo de actitudes interiores, nombraba frecuente y elogiosamente a Santa Teresita del Niño Jesús. A estos cuatro santos, como en una efusión del subconsciente, los ha reunido en un cuadro de gran tamaño que a ratos libres pintó el pasado verano para un monasterio de clausura.
Dios sale al encuentro de los que le buscan con sinceridad y salió al paso de Don Diego purificándole para sí con sufrimientos de todo tipo, de los que los más insignificantes eran los de su enfermedad. A él le dolía mucho más la Iglesia, los sacerdotes y seminaristas, las almas consagradas, le dolía ver humear lo que debía ser destello de luz. Por esta razón oraba y "gemía mientras oraba" (como dijo el Señor Obispo en su homilía recordando a Juan de Ávila en su primera carta a los Clérigos) pero sobre todo, hacía excepción de mayor aprecio por los sacerdotes y seminaristas entre todos los prójimos.
Es incalculable el número de Ejercicios Espirituales, Retiros, Convivencias para sacerdotes y seminaristas, etc., que ha dirigido en toda España incluso con la aportación de sus pocos recursos económicos para facilitar la asistencia. "El inmenso bien que hacen a la Iglesia (los directores espirituales de sacerdotes) permanece casi siempre oculto, pero un día permanecerá espléndidamente manifiesto en el reino de la gloria divina" (Menti Nostrae) Acudir en ayuda espiritual de los hermanos sacerdotes "es la obra más divina entre las divinas" había dicho Pío XII, bien lo sabía Don Diego y bien lo han comprobado en los últimos meses de su vida sus discípulos, los seminaristas preteólogos que le han tenido como párroco y maestro de buenos pastores. Él afirmó que estaba como nunca viviendo su sacerdocio, y uno de los preteólogos resume su estancia en Rabasa con Don Diego, como una intensa vivencia de doctrina sacerdotal.
Terminada la que iba a ser su última Misa se le rompió el cáliz por ser de materia frágil, se fundió la bombilla del sagrario y en la última cena con sus cinco seminaristas, partió una barra de pan en seis trozos por ser imprevisiblemente la última de la despensa. Había sido el día más lleno de actividad apostólica, nos dicen, no había quedado por visitar más que un enfermo y por equivocación, y a éste, lo encomienda a sus seminaristas dándoles normas para hacerlo. Así se vive y así se muere como sacerdote, siendo respuesta fiel a Dios a la par que llamada para que otros sigan. Esperamos que el Buen Pastor lo haya sentado junto a sí en su Reino. Amén.
"Acordaos de aquellos superiores vuestros que os expusieron la palabra de Dios: reflexionando sobre el desenlace de su vida, imitad su fe" (Hebr. 13, 17).